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Lorena S. Gimeno

Las Dos Coronas de Magnazura #5 Magnazura

Anteriormente en Las Dos Coronas de Magnazura:

Verdamaro y Rugamonte, las dos únicas naciones sobre un continente flotante, están en guerra por La Frontera, la basta fracción de tierra que separa ambos reinos. Verdamaro quiere tierras para cultivar; Rugamonte quiere acceso al agua de sus ríos.

Dos días después de desaparecer del campo de batalla y de que se les diera por muertos, Sildo y Loyala siguen su camino por el bosque de La Frontera buscando el camino real, y volver a casa.

#5 Magnazura

Por la mañana había dejado de llover. El barro había dejado paso a los charcos de agua limpia y Sildo despertó a solas en la cueva. La princesa no parecía estar allí, ni cerca del lugar, pues hasta sus cosas habían desaparecido: ropa, espada y el casco que utilizaban para guardar agua.

Se levantó mientras le crujía el cuerpo y se vistió. Recogió las cuatro cosas que quedaban y salió con dificultades al exterior.

—¡Loyala! —llamó, y su eco resonó entre los árboles. Aguzó el oído a la espera de una respuesta. Y al acto ya sentía la preocupación recorriéndole la nuca.

—¡Aquí! —gritó ella en respuesta, fuera de su vista—. ¡Da la vuelta a la cueva y lo verás!

Y así hizo. Recorrió las rocas que formaban la cueva. Extrañas, irregulares, hasta llegar a la parte opuesta a su apertura. Entonces lo vio: un pueblo; o al menos los restos del mismo. Muy antigua, más que cualquier otra ciudad que hubiera visto jamás.

Las paredes se podían a duras penas imaginar. No había tejados, ni puertas, ni muebles; pero los recuadros que marcaban los cimientos mostraban distribuciones claras de casas y otros tipos de edificios. Incluso ahora, a la luz del día, veía que la cueva en la que habían pasado la noche era otra edificación derruida. Sin embargo, no había rastro de Loyala.

—¡¿Dónde estás?! —medio gritó, aún sin salirse de su asombro.

—¡Sigue la calle hasta el cementerio, en el agujero!

Esta vez fue más deprisa. Siguió lo que parecía una calle hasta lo que parecían los restos de un muro. Tras él, extrañas lápidas que se esparcían irregulares por lo que un día pudo haber sido un campo. Ahora era un bosque lleno de maleza.

Saltó el muro de poco menos de media vara y se dedicó a buscar el agujero. No podía ser muy difícil; también podía llamarla de nuevo. Vadeó arbustos espinosos y saltó ramas salidas de la tierra.

Al poco vio una extraña roca entre los matorrales. Algo que pudo haber sido cualquier cosa en otra época; una estatua, quizá, por el tamaño y el aspecto macizo de la roca. Debajo, un agujero abierto en la tierra por el tiempo y la erosión. Loyala debía estar dentro porque el poco barro que había alrededor estaba lleno de pisadas.

Sildo se asomó y la vio:

—¿Qué haces ahí?

El sobresalto de Loyala la hizo un poco de gracia. Lo miró a los ojos y pudo apreciar una expresión de extraña ilusión en ella.

—Hay una puerta aquí, al final. Pero está oscuro y no tengo los materiales para hacer una antorcha. ¿Lo traes todo? ¿Bajas?

Sildo observó el agujero. Unas extrañas escaleras se habían erosionado pero se medio veían. Con un poco de maña, ambos podrían volver a subir. Así que saltó abajo junto con ella, que se apartó. Un pequeño pasillo continuaba hacia la oscuridad. No era un agujero en la tierra, sino un pasillo hecho con bloques de roca y algunos adornos metálicos. Loyala tenía en la mano un tronco preparado para ser antorcha.

Le dio los utensilios y la observó encender fuego. Aún no comprendía del todo el método veramaro para sacar fuego sin importar la humedad del ambiente. La princesa lo miró a los ojos, extrañada, y él se encogió de hombros. La forma que tenían siempre de hablar.

Se adentraron en el pasillo hasta la doble puerta, a pocos pasos. Sólida y de piedra, Loyala a empujó y no se movió un milímetro. Sin embargo, a Sildo le llamaron la atención los escritos sobre el marco de piedra.

—¿Magnazura?

—Magnazura, sí —se giró hacia él Loyala—. ¿En Rugamonte conocéis la leyenda?

—El reino original, del que descendemos los rugamonteses. O, al menos, es lo que dice mi padre.

La princesa se rió en respuesta, una carcajada habitual cuando él soltaba alguna cosa absurda o estúpida (desde el punto de vista de ella).

—Ya, claro. Y los veramaros salimos de las aguas, ¿no?

—Pues…

—Los cuentos rugamonteses son tan ególatras que aún no comprendo cómo no habéis acabado matándoos los unos a los otros. Magnazura era un reino que después se dividió en Verdamaro y Rugamonte.

—¿Y quién lo dice?

—Lo digo yo. Piénsalo: hablamos la misma lengua, sin una sola palabra diferente ni acentos diferentes; tenemos festividades comunes e incluso somos más parecidos entre nosotros que con las personas de las islas y continentes cercanos.

Sildo, en efecto, lo pensó. Al sur la gente era más oscura de piel y sus costumbres e idioma eran diferentes. Al norte, casi no conocían la palabra “civilización”.

—Quizá tengas razón —determinó él.

—¿Ah, sí? ¿Por qué no miras el escudo grabado en la puerta y me dices qué ves? Tengo que entrar ahí…

El príncipe puso los ojos en blanco, pero observó el escudo de la puerta. Deteriorado, casi imperceptible, pero pudo ver una cosa bien clara:

—Es el escudo de Rugamonte: la corona y el monte.

—Sí. Y también el tridente y el escudo de Verdamaro.

En efecto, estaban ahí. El tridente rodeado por la corona sobre las montañas, y el escudo envolviendo todo el conjunto. Un escudo completo que en su día había sido dividido en los de  sus reinos.

—¿Y qué esperas encontrar ahí dentro? —preguntó, con un mal presentimiento, Sildo.

—La prueba definitiva de que los reinos deberían estar unidos de nuevo —respondió Loyala mientras clavaba la espada entre las puertas, dándole a él la antorcha—. Manuscritos, escudos, armas… Lo que sea que pueda mostrar a los pueblos para que se acabe esta maldita guerra.

Las palabras de la princesa hicieron que Sildo lo comprendiera al fin: la Sanguinaria, el soldado con más muertes sobre sus hombros, quería terminar con la guerra. Así que devolvió la antorcha a Loyala y empujó la puerta a la fuerza.

Le costó moverla. La nuca le chorreaba de sudor y los músculos le dolían del esfuerzo, pero al fin las puertas se movieron y Loyala lo ayudó a terminar de abrirla, dejando la antorcha en el suelo. La puerta cedió el trecho que quedaba repentinamente, haciendo caer a ambos al suelo frío de piedra. Se levantaron ráidamente y Loyala cogió la antorcha para iluminar el interior de la estancia. Cuadrada, pequeña, con dos sarcófagos de piedra en el centro y una enorme bandera en la pared al fondo. A los lados y por el suelo había vasijas, damajuanas y otros utensilios corroídos por  la humedad y el moho. El olor era bastante fuerte.

—Una buena bandera. Está casi intacta —admiró Sildo. Pasó entre los sarcófagos y observó la tela. Tenía miedo de tocarla y que se desvaneciera.

—Debían ser personas importantes si los enterraron con sus riquezas y una bandera, además del escudo en la puerta —supuso Loyala, que estaba observando detenidamente los sarcófagos.

Las tapas eran planas. Simples cajas rectangulares que escondían cadáveres dentro. Sin embargo, a la altura de lo que debía ser el rostro había un pequeño escrito en cada una, como los escritos en las lápidas que habían ellos. Leyó una:

—Rugamonto, rey de Magnazura. Yacen sus restos donde nació y empezó su reinado.

—Verdamara, reina de Magnazura. Yacen sus restos donde se casó con el futuro rey —leyó la otra inscripción Sildo, sorprendido—. Esto ya es demasiada coincidencia. Creía que Rugamonte tenía su nombre de su primer rey.

—Verdamaro igual. Su primer rey le dio nombre pero… No sé. Si estos fueron los últimos reyes de Magnazura no puede ser casualidad.

Dicho esto, Loyala se dispuso a investigar más la estancia. Se acercó a una pared y pasó la mano para apartar el musgo que había crecido en ella. Debajo, la talla de una rama y un nombre.

—Esto parece un árbol familiar —llamó a Sildo mientras seguía apartando musgo—. En Verdamaro los hacemos, supongo que en Rugamonte también.

—De lo contrario no conoceríamos nuestro pasado… ¿Qué es esto? ¿Toda la familia real de Magnazura?

—Creo que sí… Pero hay tantos nombres y está todo tan mezclado… La pared debía quedárseles pequeña.

Así, entre los dos se dispusieron a limpiar la pared y, tras dejar la antorcha a buen recaudo para iluminarlos a ambos, se dispusieron a leer nombre por nombre. Hasta que encontraron a los reyes enterrados y pudieron leer los nombres debajo.

—Dos hijos, a la misma altura. Rugamonte y Verdamaro… —Sildo somprendió la situación y se sentó en el suelo—. Déjame adivinar. Los padres murieron y los hermanos no supieron decidir quién iba a reinar.

—Una guerra entre bandos que acabó partiendo el reino en dos. Y La Frontera es, quizá, un recuerdo del respeto que sentían por sus padres. —Loyala se sintió repentinamente abatida, recordando su propia situación antes de la guerra, y se sento recostando la espalda contra el sarcófago de Rugamonto.

Sildo no dijo nada. Se levantó y siguió mirando por la estancia. Al poco tiempo, se sentó junto a la princesa. Entre las manos tenía lo que parecían dos coronas y una vasija.

—Esto estaba en la otra pared. Las dos coronas permanecían a los reyes legítimos de Magnazura y la vasija tiene una inscripción: “A los descendientes de Magnazura”. Creo que los príncipes estaban tan centrados en pelearse por el territorio que olvidaron esto.

Loyala sacó el musgo que cubría una corona marcadamente femenina: la circunferencia de la cabeza era pequeña y los ornamentos eran delicados. Las joyas, debajo de la suciedad, no habían perdido su lustre. Sildo limpió la corona de hombre; más sobria y sencilla, más grande y pesada. Para él, era la primera vez que sostenía una corona entre las manos; ella ya había tenido una antes, casi sobre su cabeza.

—A ver qué tenemos aquí: —comenzó Sildo, abriendo con fuerza la vasija y sacando de dentro un pedazo de cuero enrollado— un testamento, tal vez. Nuestros queridos hijos. Estas son vuestras corona y estarán aquí para cuando estéis preparados para recuperar la grandeza de Magnazura. Os queremos, Rugamonto y Verdamara.” Simpe y claro. Sabían lo que iba a pasar.

—Y no pudieron evitarlo —comprendió, apenada, Loyala.

—Mejor vámonos de aquí. Tenemos que enseñar esto a los reyes para que acaben con la guerra.

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