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Lorena S. Gimeno

Testigos (Capítulo de muestra de «La verdad oculta») ~VITRIOLS #1~

Sobre VITRIOLS

La saga sigue los pasos de Lázaro, un hombre joven que creció con la fantasía de Harry Potter, Narnia, Buffy Cazavampiros y todas esas series, películas y libros que tanto hicieron soñar a toda su generación. Sin embargo, tras descubrir no solo que la magia existe, sino que también puede aprender a usarla, se ve envuelto en una serie de misterios y casos fuera de lo común junto a una orden de magos llamada VITRIOL.

Sinopsis

Lázaro no esperaba ser testigo de un asesinato en la gasolinera de su barrio. Tampoco el giro que daría su vida a partir de ese momento. Y mucho menos esperaba verse arrastrado a una serie de misterios protagonizados por una orden de magos llamada VITRIOL.
Ahora, Lázaro es un iniciado y, si creía que aprender magia iba a ser coser y cantar, es que no prestó atención a las advertencias de la enigmática Dalia, alguien que parece esconder más de lo que cuenta.
Atrévete a entrar en la orden, y a descubrir la verdad oculta.

El altavoz de la gasolinera, justo sobre la puerta, distorsionaba un anuncio en la radio local sobre recientes incidentes en la zona y recomendaba no deambular en solitario por las calles. Sin embargo, el cajero tenía otras cosas mejores que hacer; como por ejemplo dedicarse a recolocar todas las cajetillas de tabaco para que estuvieran perfectamente cuadradas. Esa noche casi no había clientes, y los tres que vagaban por los pasillos no le importaban demasiado.

Sabía que uno, el joven de no más de treinta, estaba debatiéndose sobre qué marca de cerveza comprar. No era ni alto ni bajo; ni fuerte, ni robusto, ni delgado. Vestía unos tejanos con unas deportivas de tela y una sudadera negra con capucha que llevaba puesta sobre la maraña de mechones morenos. A través de las cámaras de seguridad, el empleado podía apreciar perfectamente cómo jugueteaba con algo dentro del bolsillo delantero de la prenda mientras sus ojos, uno ámbar y otro verde como una botella de refresco de lima, revisaban los precios de los estantes una y otra vez.

La otra clienta, aparentemente más joven, daba vueltas al estante de las gafas de sol, probándoselas y bailando al son del house que desprendían sus auriculares, del tamaño de donuts. Con sus movimientos, los tacones de los botines negros, a juego con los auriculares, rechinaban sobre las baldosas mientras las cadenas que colgaban de su chaqueta de cuero, también negra, tintineaban y repiqueteaban entre ellas. Aun así, su cabello engominado y muy corto, con un degradado arcoíris muy brillante y el flequillo ladeado y más largo, no se movía del sitio. Y ante la atenta y repentina mirada del joven de la sudadera, evidentemente molesto con el volumen de su música, la chica dejó las gafas que tenía entre manos y le guiñó uno de sus ojos negros mientras seguía bailando, haciendo especial hincapié en el movimiento de sus caderas, enfundadas perfectamente en unos pitillo azules de talle alto, y en sus hombros, especialmente rectos.

Mientras tanto, el tercer cliente, una mujer tapada hasta la nariz con una gruesa bufanda de lana y un abrigo gris hasta el suelo, toqueteaba los chicles sin dejar de mirar hacia la puerta, como si esperara a alguien. Estaba tan escondida que, ni siquiera a través de las cámaras, el dependiente era capaz de adivinar qué llevaba bajo ese enorme abrigo y su mata de pelo negro y rizado. Se escondía tanto dentro de la bufanda, tiritando como si en la tienda hiciera tanto frío como en enero, que los ojos a duras penas se le veían, aunque parecían marrones y ojerosos. De todas formas, tampoco le importaba demasiado; aunque no dejaba de pensar que iba demasiado tapada para una fresca noche de julio.

Finalmente, la joven del pelo arcoíris se acercó a la caja y dejó frente al dependiente una bolsa de tiras de maíz sabor a barbacoa. Este fue a coger la bolsa para pasar el código de barras pero, entonces, la puerta automática se abrió y dejó entrar el viento de la calle, casi a oscuras por la gran cantidad de farolas rotas.

Todos se encogieron ante el repentino frío, y sin embargó no entró nadie. Si volvía a suceder, el dependiente tendría que revisar la puerta. Volvió la mirada a la chica, que parecía absorta y mirando algo en concreto en la zona de las neveras, donde ahora rondaba la mujer abrigada. El joven, ahora haciendo cola, pasó por delante de la chica y dejó el paquete de seis latas de cerveza sobre el mostrador, apartando la bolsa de aperitivos.

El empleado miró de nuevo a la chica, que seguía en su mundo, y decidió cobrar al joven mientras este sacaba la cartera del bolsillo delantero de la sudadera y contaba la calderilla para pagar lo justo. Sin mediar palabra, abrió la caja y entregó el tique de compra mientras recogía los euros y céntimos agrupados sobre el mostrador. La radio volvió a distorsionarse y la música de los auriculares enmudeció. Las luces del local se apagaron unos instantes y el repentino silencio se rompió con un quejido.

Entonces, el dependiente y el joven de la sudadera siguieron la dirección de la mirada de la chica del pelo arcoíris hacia la mujer del abrigo.
Ante lo que sucedía antes sus ojos, ambos quedaron atónitos; uno horrorizado y el otro retrocediendo, dispuesto a salir corriendo. Sin embargo, el dependiente consiguió reaccionar y bloqueó la puerta de salida eléctricamente mientras pulsaba el botón del pánico que tenía bajo la caja registradora.

—¡¿Se puede saber qué haces?! —espetó el de la sudadera con una mezcla de ira y terror.

—L-la policía está en camino —se defendió el dependiente—. Vamos a quedarnos todos aquí.

—¡Genial! Para cuando vengan estaremos todos muertos —aseguró el otro en réplica.

La chica del pelo arcoíris, por su parte, seguía mirando atentamente el suceso; ya no con asombro sino con sospecha. Cogió uno de los paraguas a la venta, de esos con la contera puntiaguda y peligrosa, e hizo ademán de acercarse a la zona de neveras. No obstante, el joven de la sudadera la agarró del hombro y tiró de ella hacia atrás.

—¿Estás loca?

Y, ante la pregunta, la puerta de entrada estalló en pedazos y todos se agazaparon.

* * *

Cuando llegó la policía, mientras un agente hacía preguntas a los dos testigos restantes, la otra acompañó al dependiente a revisar las cámaras de seguridad. La ambulancia estaba en camino, pero aún quedaba noche por delante y preguntas por responder, de una forma u otra.

—¿Me puede contar qué ha pasado, señor…? —comenzó el agente Rubio mientras intentaba que los pies no se le pegaran al suelo repleto de cristales, líquidos y aperitivos; como si todo el contenido de la tienda hubiera estallado de la nada. Se removió por el asco y se colocó bien las gafas de pasta sobre los ojos verdes.

—Lázaro… López —respondió el de la sudadera, ahora empapado y sucio. Su enfado con la situación era evidente.

—¿Me permite el DNI, señor López? —demandó el agente mientras apuntaba los desperfectos y observaba de reojo a la chica del pelo arcoíris, con la que ya había hablado y esperaba sentada en el taburete del dependiente, lejos de ellos. Se entretenía sacándose palomitas y frutos secos del pelo.

Lázaro sacó la cartera sin mediar palabra y ofreció su DNI al agente, que apuntó el número para revisarlo después. Primero necesitaba respuestas:

—¿Qué ha visto usted?

—No mucho, la verdad. Esa chica de ahí debe haberlo visto todo. ¿Qué le ha dicho? —curioseó Lázaro.

—No puedo responder a eso, señor. Necesito saber qué vio usted —insistió el agente, y el otro suspiró.

—Como le he dicho, no he visto casi nada. He entrado en la gasolinera, he cogido un paquete de cervezas y, como esa chica estaba embobada mirando a la otra mujer, me he colado y el dependiente me ha cobrado antes que a ella —rememoró el de la sudadera—. Después, la luz se ha ido por un momento y he oído un ruido que me ha hecho mirar a la mujer. El empleado nos ha encerrado dentro, ha llamado a la policía y la chica ha cogido un paraguas para defenderse; pero yo la he parado para que no se hiciera daño y todo ha empezado a estallar, desde la puerta hasta las estanterías. Hemos tenido bastante suerte.

—Entonces… ¿No había nadie más en la tienda? ¿No vio a nadie atacar a la señora Castilla? —quiso saber el agente, y Lázaro negó con la cabeza, suponiendo que la “señora Castilla” era el cadáver.

—Aquí solo estábamos nosotros cuatro. Supongo que su compañera lo verá en las cámaras —respondió sin más el de ojos bicolor, que señaló con la mirada las evidentes cámaras estratégicamente colocadas.

—Bien, gracias. ¿Puede esperar aquí mientras terminamos? —dio por zanjada la conversación el agente mientras le devolvía el DNI al de la sudadera. Después, volvió al coche patrulla para comprobar los datos de los tres testigos. Ya hablaría después con el dependiente.

Cansado, Lázaro miró su reloj y vio que eran las tres de la madrugada pasadas. Puso los ojos en blanco y se apoyó en el mostrador mientras notaba, desagradablemente, cómo se le pegaba la ropa al mueble, igual o más pringoso que él mismo.

—Es una tontería que nos tengan aquí esperando, ¿no crees? —espetó la chica del pelo arcoíris mientras se le acercaba y le tendía una mano—. Dalia.

—Lázaro —aceptó él la delgada mano de la chica, con unos bonitos guantes para conducir echados a perder, como toda su ropa—. Lo has visto todo, ¿no?

Ante la pregunta, la chica sonrió y se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta antes de adoptar la misma posición que él. Sin embargo, Lázaro se miró unos instantes los dedos, repentinamente adormecidos; como cuando te pasa la corriente estática de otra persona.

—¿De verdad importa lo que he visto? Esa mujer está muerta y la policía no podrá atrapar al culpable. ¿Lo harás tú? —se interesó ella, y él arqueó una ceja.

—¿Yo? Yo solo quiero saber qué narices ha pasado delante de mis narices y sin que me enterara —confesó Lázaro, enfadado consigo mismo—. Además, tú lo has visto todo y no has movido un dedo. ¿Qué dice eso de ti?

—Estás bastante empeñado en que lo he visto todo, ¿verdad? —frunció el ceño ella—. Pues no he visto nada de nada y así se lo he dicho al poli.

—Venga ya —se indignó el de la sudadera.

—Ah-ah —negó ella, ofendida—. ¿Es que querías que les dijera que he visto cómo se ha elevado por los aires para terminar empalada en el colgador junto a unas cámaras desechables pasadas de moda? —preguntó en un susurro, y él se sorprendió y miró en dirección al cadáver.

En efecto, el cuerpo de la señora Castilla estaba empalado en una serie de colgadores llenos de todo tipo de cosas —ahora tapado por una sábana que empezaba a mancharse con la sangre—. Por supuesto, en sí los colgadores no eran puntiagudos, pero el hecho era irrefutable: habían atravesado el cuerpo y la boca de la mujer para dejarla suspendida y goteando sangre. ¿Cómo no habían visto quién lo había hecho? ¿Qué tipo de persona haría algo así? ¿Cómo lo había hecho para que la mujer no gritara?

—Pero… ¿No la estabas mirando todo el rato? —quiso saber Lázaro, estupefacto.

—Sí y no. Me parecía una mujer extraña, como si se estuviera escondiendo de alguien —explicó Dalia—. Por eso la he mirado un rato: curiosidad. Y de repente, pum, zas, chaf. —Para acompañar a su descripción, Dalia hizo los gestos en el aire—. Os habéis girado vosotros también y la habéis liado. El resto ya lo sabes.

—Pues… No entiendo nada —concluyó Lázaro, aún con más preguntas y frunciendo el ceño.

* * *

Mientras tanto, la agente Collado, más rubia que su compañero y de mirada profunda, estaba revisando las grabaciones de seguridad con el empleado, que parecía empequeñecerse por momentos. Ambos, sin poder apartar la mirada de la pantalla, vieron con asombro y horror cómo la chica del pelo arcoíris observaba a Castilla que, en efecto, se comportaba de una forma extraña. El plano en gran angular y blanco y negro mostraba a la víctima siguiendo los movimientos de algo o alguien que en realidad no estaba allí pero que, sin duda alguna, avanzaba hacia ella entre los pasillos. La mujer de la grabación cerró los ojos y negó con la cabeza, retrocedió y, repentinamente, algo la golpeó, la elevó por los aires y la clavó en la pared antes de que ella pudiera replicar. Y luego el silencio.

Las lucen se apagaron unos segundos, pero las cámaras no dejaron de grabar y, cuando la luz volvió, captaron cómo un estante giratorio se movía y chirriaba, produciendo el quejido que hizo que los demás se voltearan también.

Sin embargo, nadie gritó, tal y como cabía esperar. La chica se había quedado embobada con la situación, como si estuviera observando un truco de magia; y los otros dos se habían quedado con la boca abierta sin más.

Después, tal y como había dicho el dependiente, el joven de la sudadera había intentado irse pero él mismo había bloqueado la puerta automática para después pulsar el botón del pánico. La chica había cogido un paraguas, dispuesta a luchar contra lo que fuera que estuviera con ellos, y el de la sudadera la detuvo.

Por último, todo había empezado a estallar: como si las bolsas herméticamente cerradas hubieran comenzado a llenarse de aire hasta reventar; como si todas las bebidas, gaseosas y no gaseosas, hubieran sido removidas hasta convertirse en volcanes de bicarbonato; como si una onda expansiva hubiera golpeado todos y cada uno de los cristales del lugar.

Por suerte, no había habido más heridos —aunque los de la ambulancia se encargarían de examinarlos—; por desgracia, no tenían pistas sobre el cómo, el quién o el porqué de la muerte de Marta Castilla.

* * *

Al cabo del rato, el dependiente volvió a la parte frontal junto a la agente Collado, que pasó de largo frente a los otros dos testigos para reunirse con su compañero a la espera de la ambulancia.

—¿Qué han grabado las cámaras? —preguntó Lázaro en cuanto el dependiente se acercó a ellos con unos chirriantes y pegajosos pasos. Dalia, ante la impaciencia del de la sudadera, sonrió.

—Algo completamente imposible —suspiró el susodicho mientras se tiraba la media melena rojiza hacia atrás. Las bolsas bajo sus ojos se habían hinchado aún más y, solo con pensar en el hecho de que el seguro no cubriría los desperfectos, sentía que su vida terminaba hoy—. Parece que la ha… Que ha sido un fantasma —confesó casi susurrando, sin poder evitar mirar de reojo el cadáver y la sábana que lo cubría, ahora casi roja por completo y reseca.

Dalia puso los ojos en blanco y miró a Lázaro con un evidente “ya te lo dije”. El otro simplemente rebufó y miró a los agentes desde su posición en el mostrador. El empleado cogió una escoba y estrujó el mango para intentar reprimir el impulso de ponerse a limpiar; la agente Collado le había dicho que el equipo forense tenía que tomar fotografías antes.

Se hizo el silencio y, con él, la impaciencia. Y como los agentes no volvían Dalia decidió hacer una llamada. Los otros dos testigos observaron cómo se alejaba y hablaba largo y tendido mientras paseaba por la tienda.

Por un momento, incluso se detuvo frente al cadáver sin reparos, y mirando de reojo las cámaras de seguridad. Dalia estaba segura de que los habían dejado solos expresamente para ver qué hacían, o si alguno terminaba por delatarse tontamente. Memeces.

Lázaro sospechaba de ella sin motivo aparente; aunque también sospechaba que podría tratarse de una broma de mal gusto. No había visto lo ocurrido, y tampoco las supuestas grabaciones de seguridad. El empleado podía estar en el ajo y ser muy buen actor… ¿Pero quién le haría una broma semejante? Puede que él creyera que los recientes sucesos en la ciudad fueran algo más que crímenes y accidentes imposibles, pero como muchos otros.

Alargó la mano hacia el estante de los periódicos y miró la fotografía en primera plana de uno de ellos: un hombre aplastado contra el suelo de su propia casa. Según los expertos, el cuerpo mostraba evidencias de haber caído desde una altura de más de cincuenta metros; aunque el techo de la vivienda no alcanzaba los dos y medio.

Si se encontraban en un caso similar, no llegarían a ninguna parte pero Lázaro estaba seguro de que la chica tenía algo que ver. Quizá por intuición, estaba seguro de que ella se estaba divirtiendo con la situación; por no decir que estaba demasiado tranquila.
Entonces, Dalia guardó su teléfono en el bolsillo interior de la chaqueta y se dispuso a volver con ellos cuando tropezó con la sábana que cubría a la víctima.

Nada. Debajo no había nada. Esta vez el empleado gritó y Lázaro se sobresaltó, a saber si por el grito o por la desaparición del cadáver. Dalia miró a sus espaldas y ahogó su sorpresa. Los agentes llegaron y empezaron a hacer preguntas.
Volvieron a mirar las cámaras de seguridad, pero el cadáver de Marta Castilla no se había movido del sitio en ningún momento.

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