Saltar al contenido
Lorena S. Gimeno

Buscando abrigo

Hace tiempo que no publico. No he sacado tiempo para esta parte de mi y me he dedicado a otros proyectos. Pero el otro día se me ocurrió esta historia y supe que encajaba en estas fechas. Así que aquí va mi relato navideño.

Aquí va un relato sobre la soledad, la culpa y la pena. Sobre lo mucho que necesitamos el apoyo de otros en momentos difíciles.

©LorenaS.Gimeno
Diseño de portada y corrección: Lorena S. Gimeno
Tipo: relato, drama
Escrito en: diciembre de 2018


Miró por el despertador de nuevo. ¿Acaso necesitaba una excusa para levantarse? Solo eran las siete de la mañana así que no había mucho por hacer en aquel pueblecito de interior, donde el diciembre se colaba por ventanas y contraventanas hasta calarte los huesos.

Se estremeció y arrastró un pie fuera de la cama para meterlo en la zapatilla. Al rozar levemente el suelo con el pie desnudo empezó a temblar así que se acurrucó de nuevo en la pequeña cama donde había pasado tantas vacaciones de su niñez.

Nieve fuera, ruido abajo, olor a chocolate caliente saliendo de la cocina… Sus recuerdos contrastaban cruelmente con la realidad, con aquella casa vacía donde ya no habría nadie en mucho tiempo.

¿Y yo?, se preguntó. ¿Yo qué hago aquí?

Habían pasado dos semanas desde el fallecimiento de su abuela materna; seis días desde el funeral. Todos sus parientes habían vuelto a sus vidas pero él se había quedado en la casa. Quizá porque nadie la quería, quizá por la culpa.

La culpa de no haber visto a su abuela en los últimos cinco años de su vida. Siempre había tiempo, siempre pasaba algo. Al final, una llamada de su padre había interrumpido su sueño en mitad de la noche, lejos de su tierra natal.

Al escuchar la noticia, lo había dejado todo. Había buscado un sustituto para que hiciera las fotografías por él y se había cogido unos meses de asuntos personales. La revista se lo debía y sabía que seguiría teniendo un trabajo cuando volviera.

Suspiró, se quitó las sábanas de un tirón y se acurrucó en su bata. Le apetecía una ducha caliente pero se arrastró escaleras abajo para hacerse un café instantáneo. El aroma no era lo suficientemente intenso, el sabor tampoco estaba muy allá; pero al menos lo calentó por dentro.

Volvió a subir encendiendo y apagando luces. Fuera aún estaba oscuro y se veía poco movimiento, así que dejó la taza de café sobre la mesita y quitó el modo avión al móvil para repasar las posibles notificaciones nocturnas. Nada interesante pero para cuando acabó, el café estaba tibio.

O había pasado mucho tiempo, o hacía más frío del que pensaba. Así que encendió la pequeña estufa del baño, se preparó la ropa y luchó contra su propio deseo de calor al quitarse la ropa y meterse bajo el agua caliente.

Después, se le puso la piel de gallina al seguir y decidió ponerse un jersey aún más grueso. Al mirarse en el espejo reconoció el jersey que su abuela le hizo cuando se graduó en la universidad. De nuevo, la culpa le hizo un nudo en la garganta. ¿Tenía derecho a llorar por ella? La había ignorado durante cinco años. Cinco malditos años en los que no había pensado que ella ya era mayor, que no tenía tanta vida por delante como él. ¿Cómo podía compensarlo?

—¿Qué hago ahora, yaya? —preguntó a la nada, que no le respondió.

Entonces alguien picó a la puerta y salió de su ensimismamiento. Miró la hora en el móvil y bajó las escaleras dispuesto a recibir a la visita. Los últimos días muchas personas del pueblo se habían pasado por allí para darle el pésame y contarle algunas historias de su abuela en sus últimos meses. Entre ellas, el hecho de que había dedicado los últimos tres años de su vida reconvertir su pequeño invernadero en un almacén de ropa y enseres que la gente le daba para que los que lo necesitaran lo fueran a buscar.

—Buenos días —lo saludó una mujer desde el otro lado de la puerta. A través del ventanuco de la puerta vio lo nerviosa que estaba. Se preguntó por qué.

Abrió la puerta con la llave cercana y recordó tarde ponerse una chaqueta. Abrió la puerta de par en par y sintió cómo el frío le calaba los huesos. Últimamente tenía mucho frío.

—Hola. ¿Puedo ayudarla en algo?

La mujer se lo pensó y repensó. Héctor se impacientaba y tiritaba por el frío. La examinó para pasar el rato y vio que su ropa estaba vieja y un poco raída. Vio que se esforzaba por mantener una apariencia limpia con sus posibilidades. Había conocido mucha gente así.

—Mientras se lo piensa, deje que me ponga una chaqueta —informó a la mujer antes de entornar la puerta.

Cogió el abrigo de piel que se había comprado en Rusia tres años atrás y volvió a la puerta. Aun así, tenía frío.

—Disculpe que lo moleste pero me preguntaba si el almacén estaba abierto…

Le había costado decirlo, lo sabía. Si los sentimientos mataran la mujer habría muerto de vergüenza delante de él. Así que lo único que supo hacer él fue asentir levemente. Se calzó unas botas, cerró la casa con llave y caminó encorvado y encogido por el corto camino de la casa al invernadero. En realidad, el invernadero de antaño se había convertido en una caseta de madera, casi como una casa de invitados aparte de una sola habitación.

Héctor tembló al abrir la puerta porque no llevaba guantes y entraron en el almacén. Encendió la luz y se restregó los dedos entumecidos mientras la mujer cerraba la puerta tras de sí. Sin siquiera decirle nada a él,ella empezó a buscar entre las estanterías y aparadores. La verdad es que él no había entrado allí nunca y le pareció una tienda de ropa cualquiera con otros trastos aquí y allá. Pero todo estaba perfectamente ordenado.

A los quince minutos, la mujer parecía apurada.

—¿Qué busca exactamente? —lo miró avergonzada—. Quizá dos vayamos más rápido.

—Cierto. Cierto… —la mujer pareció reñirse a sí misma y después volvió a mirarlo—. Busco unos guantes para mi hija. Últimamente hace mucho frío así que…

—Guantes de niña… —sopesó Héctor, que empezó a mirar alrededor.

En menos de un minuto se había metido tras el pequeño mostrador al que la mujer no se había acercado. Debajo, había un pequeño inventario escrito a mano por su abuela. Reconocería en cualquier parte su letra de caligrafía.

—Lo siento pero no hay guantes aquí —confesó a la mujer tras repasar el inventario rápidamente.

La pena se reflejó en sus ojos y la vio retorcerse los dedos. Las manos secas y temblorosas, los dedos huesudos temblorosos. Ella misma necesitaba unos guantes con aquel frío penetrándole el alma.

Así que Héctor pensó en su abuela. ¿Qué haría ella? ¿Cómo ayudaría a aquella mujer? La había conocido lo suficiente como para saberlo,aunque llevaba mucho tiempo sin ponerlo en práctica.

—Si vuelve en unas tres horas tendré unos guantes para su hija —prometió a la mujer, que se lo quedó mirando unos instantes. Luego pensó en algo detenidamente y asintió con brevedad.

—Muchas gracias…

—Héctor. Soy uno de los nietos de Laura.

—Lo sé. Hablaba a menudo de usted —sonrió con calidez la mujer—. Tiene fotos suyas en su cuarto de costura.

Dicho esto, la mujer se despidió y volvió a quedarse solo.En realidad, se había presentado para saber su nombre pero, al menos, había aliviado un poco su carga.

Cuando era pequeño, su familia lo había pasado mal. Les había sido muy difícil salir del pozo. Por eso sabía cómo era y lo que la mujer debía estar pasando. Por eso quería ayudarla.

Así que cerró el almacén y volvió a la casa. Encendió la chimenea y cogió los enseres del cuarto de costura. Un color neutro, tanto de adulto como infantil. Un tamaño holgado para que duraran mucho tiempo.

En algún momento de la mañana se acordó de moverse del sillón para hacerse un segundo café, lavarse la cara y comer algo. Después volvió a mezclarse con las agujas y los ganchillos como llevaba tiempo sin hacerlo.

Hacia las doce, ya había terminado. Le había llevado más tiempo del pensado pero la mujer aún no había aparecido por allí. Metió su trabajo en una bolsa de papel, se calentó un plato precocinado y se lo comió con toda la calma del mundo, viendo la gente pasar por la calle.

Quizá así se sintiera mejor. Ayudando a aquella mujer había conseguido dejar de pensar en sus propios problemas así que, ¿por qué no hacer un poco más? Se abrigó correctamente y salió a comprar algunas cosas de la lista de quehaceres de su abuela.

Cuando volvió no había nadie frente a la casa de su abuela. Había dejado un cartel avisando de que volvería más tarde pero quizá no habría hecho falta. Cogió la llave del almacén, sacó de dentro el cartel de “abierto” y lo colocó en un caballete reutilizado que tuvo que clavar en los quince centímetros de nieve. Se veía desde la calle así que cogió una pala y se dedicó a hacer un caminito desde allí hasta el almacén para que la gente pudiera acceder sin problemas.

Para cuando hubo terminado, algunas personas habían pasado por allí para conseguir un abrigo o un pantalón. Pero su intención era más que dedicarse a ser un mero intermediario. Así que volvió dentro del almacén,preparó la mesa, algunas sillas y encendió la calefacción. Utilizó un pequeño vaporizador bajo el mostrador para colocar esencia de vainilla y chocolate; un truco de marketing que había aprendido unos años atrás.

Después improvisó un cartel con su gusto para la fotografía: divertido pero serio, claro y conciso. Lo colocó junto al cartel de “abierto”para indicar que se celebraba dentro una merienda en honor a la abuela Laura.

A los pocos minutos, coincidiendo con la hora en la que los niños salían del colegio, algunas madres y padres con sus hijos se atrevieron a entrar. Roscas, cruasanes y ensaimadas volaron y tuvo que volver a hacer chocolate caliente varias veces. Los niños aprovechaban la mesa para hacer los deberes e incluso se pasó alguna familia menos necesitada a dejar algo, así que Héctor tuvo que actualizar el inventario.

Cuando se fueron los últimos, Héctor sintió de nuevo ese frío incesante; ese vacío que lo atormentaba. Necesitaba hacer algo y miró la bolsa bajo el mostrador. La mujer no había vuelto a aparecer.

Entonces picaron a la puerta. Por supuesto, él no había quitado aún el cartel de “abierto” así que se acercó a la entrada del almacén.Al otro lado, la mujer, mucho más tapada que aquella mañana. Más difícil de identificar en la oscuridad de la tarde. Llevaba colgada de la mano a su hija.Ya la había visto aquella tarde con otras personas.

—Buenas noches —la saludó.

—Lo siento mucho —se disculpó ella, sin siquiera hacer contacto visual. Se refugió en el calor del almacén arrastrando a su hija y la niña lo saludó.

—Hola, Héctor.

—Hola, Silvia —sonrió a la dulce niña.

—Habría venido antes pero tenía trabajo y no me he podido escaquear…

—No se preocupe. Tengo lo que quería —informó a la madre. Se acercó al mostrador y sacó de la bolsa de papel un par de guantes de niña en color violeta.

La niña gritó ilusionada y se los puso enseguida. La madre lo agradeció y dedicó a su hija una mirada dulce y cálida.

—Y estos son para usted —informó Héctor, ofreciendo a la mujer un par de guantes iguales a los de su hija.

Se quedó parada, él supo que iba a llorar antes de que empezara a parpadear y frunciera el labio. La madre se puso los guantes y celebró con su hija el hecho de ir a conjunto. La hiperactividad de la niña la llevó fuera a jugar con la nieve con sus guantes nuevos y la madre se quedó callada, en el almacén y frente a él.

—Muchas gracias —sollozó la mujer, que lentamente lo abrazó y comenzó a llorar.

Héctor no se había dado cuenta de lo mucho que necesitaba aquel abrazo hasta el momento. Se lo devolvió y empezó a llorar en silencio conl ágrimas calientes y espesas que lo abrigaron por dentro y por fuera.

El arrepentimiento, la culpa, la necesidad. Todo el frío de su interior lo abandonó lentamente hasta caer al suelo y mezclarse con la pena de la madre. Un abrigo que se daban el uno a otro en silencio. Una calidez que los colmaba por dentro y los reconfortaba aunque fuera solo un poco. Aunque fuera durante unos momentos.

Porque no hacen falta palabras, ni regalos, ni si quiera hace falta amor para vivir. La comprensión y el apoyo son la mejor de las curas para esta enfermedad llamada soledad.