Saltar al contenido
Lorena S. Gimeno

Las Dos Coronas de Magnazura #4 Tormenta y refugio

Anteriormente en Las Dos Coronas de Magnazura:

Verdamaro y Rugamonte, las dos únicas naciones sobre un continente flotante, están en guerra por La Frontera, la basta fracción de tierra que separa ambos reinos. Verdamaro quiere tierras para cultivar; Rugamonte quiere acceso al agua de sus ríos.

El armisticio entre Rugamonte y Verdamaro está vigente. Y Loyala y Sildo obreviven juntos en busca del camino real.

#4 Tormenta y refugio

Dos días de viaje. Dos días de armisticio. Los soldados habían vuelto con sus familias y los príncipes, dados por muertos, recorrían los bosques en busca del camino real. Sildo y Loyala no hablaban mucho entre ellos; ni siquiera discutían. Se limitaban a caminar, beber, comer y aprender el uno del otro en silencio.

Quizá era mejor así. Solo un hombre y una mujer colaborando para sobrevivir. Sin naciones, sin títulos. Poco a poco se acostumbraron el uno al otro hasta el punto de comportarse como colegas. Una calma que ninguno de los dos quería romper con palabras porque, en realidad, ninguno de los dos era dado a hablar demasiado.

A veces Sildo mostraba una caballerosidad insospechada. Ayudaba a la princesa a saltar raíces grandes como caballos que surgían de la tierra como si se estuvieran ahogando. Y ella a veces lo sorprendía aceptando su mano, o incluso sonriendo en respuesta.

Y esas sonrisas lo descocaban por completo. ¿Cómo un rostro tan frío y cruel en el campo de batalla podía parecer tan cálido con una simple sonrisa?

***

Y se hizo la septena cuando aún vagaban por los bosques. Cada vez más inhóspito el paisaje; cada vez más abrupto el camino. A esas alturas Sildo y Loyala ya hablaban un poco de ellos mismos, de sus historias. Él, el príncipe que no tenía un futuro marcado; el príncipe que se dedicaba a vagar por el mundo en el único barco que tenía Rugamonte. Ella, la hija mayor de un rey que confió más en su hijo varón; la reina convertida en princesa y mano derecha del rey, insatisfecha con su vida.

—Quiero que la guerra termine, pero soy incapaz de verme haciendo otra cosa que no sea luchar —confesó ella mientras tallaban esos troncos que tenían agua dentro. “Bambú”, lo había llamado ella una vez.

—Y yo soy incapaz de verme luchando un día más —suspiró con resignación Sildo—. Que me llamen cobarde pero no quiero matar a nadie más.

Ante el comentario ella rió, como se había reído otras veces de los comentarios idealistas del príncipe. La Guerra no se gana sin lucha, y no parecía que ninguno de los reyes quisiera llegar a un acuerdo.

—En serio. ¿Tan difícil es compartir el territorio? —se quejó él.

—Sí que lo es, sí. Te lo digo porque no hace mucho Verdamaro era un cúmulo de clanes dispersos. ¿Por qué crees que, siendo una comunidad donde todos somos iguales, hay una monarquía? El ser humano es avaricioso por naturaleza y a la larga siempre se necesita que alguien dicte lo que está bien y mal.

»Piensa que compartimos La Frontera, que veramaros cultivan aquí y rugamonteses desvían agua a sus pozos. Tarde o temprano los cultivos necesitarían agua y la población creciente de rugamonte necesitaría más comida.

—Otra guerra —comprendió él.

—Otra guerra, efectivamente.

La conversación terminó ahí. Sildo pensando en que sus idealismos no le lelvaban a ninguna parte; Loyala pensando en que había mucha gente como él, a quienes les dolía matar a otra persona.

***

La noche llegó, y con ella una inesperada tormenta. La tromba de agua no permitía vez a dos palmos de distancia y el frío les calaba los huesos. Se resbalaban con la maleza y el barro hasta el punto de tener que caminar hombro con hombro para avanzar. Casi no podían mantener los ojos abiertos y un trueno retumbó en sus pechos.

Sildo resbaló y ambos cayeron por una cuesta de barro hasta quedar tendidos en el suelo.

—¿Estás bien? —quiso saber Loyala, elevando su voz por encima del ensordecedor ruido.

—¡No veo nada! ¡Necesitamos resguardarnos en algún sitio!

Sildo se apoyó como pudo en sus propias rodillas para levantarse. Las gotas de lluvia casi parecían trozos de granizo apedreando sus hombros y espalda. Entonces vio a cueva; aunque más bien lo que vio fue un color diferente en la lejanía: ni verde ni marrón, gris. Y él conocía muy bien todo lo que podía ser gris.

Se acercó a la silueta que era Loyala y tiró de ella hacia las rocas y al interior de la cueva, aunque era más bien una grieta en la que a duras penas cabían sentados. Un rayo iluminó el lugar: pequeño, muy pequeño. Pero lo suficientemente grande como para hacer un fuego y entrar en calor.

Por suerte, los veramaros saben hacer fuego aún en el pantano más húmero del continente; y pronto tuvieron algo de luz y calidez. Colocaron los bártulos junto al fuego para que se secaran y pusieron a asar un conejo que habían conseguido atrapar —no cn la cuerda de Sildo, sino por casualidad al encontrar la madriguera—. Era un conejo viejo y de carne dura que se les asentó en el estómago mientras el cuerpo les tiritaba rabiosamente.

Sin remilgos, Loyala se quitó la ropa hasta quedarse sin nada. Se abrazó las rodillas y se acercó al fuego hasta que sentía arder los dedos de los pies. El suelo de roca era frío pero se acostumbró.

Sildo hizo lo propio, pero manteniendo distancia. Le sorprendió que, de nuevo, la princesa no era como había pensado. Su cuerpo era musculoso pero extrañamente delicado; delgado incluso. Un cuerpo de veramara normal y corriente. Caderas estrechas, poco hombro y pecho. Por mucho que entrenara no conseguiría tener el músculo de las voluminosas mujeres rugamontesas, que lo poseían por naturaleza más que por esfuerzo. Para él, era toda piel y hueso.

Al final, el silencio se volvió incómodo. Ninguno de los dos parecía querer dormir o hablar. Solo observaban por el rabillo del ojo lo que hacía el otro.

«Un cuerpo es un cuerpo», solían pensar los veramaros. Pero Loyala era demasiado consciente de su desnudez porque sabía que los rugamonteses no veían los cuerpos como meros cuerpos. Para ellos, un cuerpo era algo que solo debía verse cuando una pareja se amaba. Quizá por los dioses en los que creían, quizá en un vano intento por detener la gran cantidad de embarazos que sufrían sus mujeres, estériles como conejas.

Por eso, cuando Sildo se levantó la princesa no pudo evitar echar mano de la espada, lo cual arrancó una risa en él. Se acercó al fuego, echó unas ramitas y sacudió la capa que habían estado usando de fardo. Volvió junto a ella y se sentó a su lado para envolver los hombros de ambos con la improvisada manta.

—Este frío cala los huesos —dijo sin más él, y se acurrucó contra ella.

Loyala se quedó tensa. Y no fue hasta que oyó la respiración tranquila y sosegada del durmiente príncipe que se relajó, se apoyó en su hombro, y se quedó dormida.

← Anterior: #3 En busca del camino real || Siguiente: #5 Magnazura→